Hay autores que llegan a la literatura desde la vocación temprana y otros que lo hacen desde la urgencia. Sergio León pertenece a este segundo grupo. Su obra nace de una necesidad vital: explicar lo que durante años no tuvo nombre, dar sentido a una infancia marcada por la dislexia, el miedo y la incomprensión, y revisar el impacto que ciertas palabras —dichas demasiado pronto y sin cuidado— pueden tener en la construcción de una identidad.
Lejos de la ficción escapista, la escritura de Sergio León se mueve en un territorio incómodo y honesto. Su novela no se limita a contar una historia personal, sino que funciona como espejo colectivo para quienes crecieron sintiéndose fuera de lugar en un sistema que confundía dificultad con incapacidad. La voz narrativa avanza con una mezcla de crudeza y sensibilidad, sin dramatismos innecesarios, dejando que el peso emocional surja de los hechos y no del artificio.
Uno de los rasgos más singulares de su obra es la forma en la que integra conocimiento y emoción. Su formación en biomecánica, neurociencia y readaptación física atraviesa el texto de manera orgánica, aportando comprensión sin romper el pulso narrativo. Gracias a ello, el lector no solo empatiza con el niño que fue, sino que entiende cómo funciona una mente neurodivergente y por qué tantas capacidades quedaron ocultas durante años.
La lesión que lo dejó en silla de ruedas durante meses actúa como un punto de inflexión tanto vital como literario. En ese paréntesis forzado, Sergio León deja de huir hacia delante y se ve obligado a mirar atrás. De ese silencio nace una escritura introspectiva que aborda la autoexigencia, el perfeccionismo y la necesidad constante de demostrar como mecanismos de supervivencia aprendidos en la infancia.
Pero si hay algo que convierte esta obra en necesaria es su dimensión ética. El libro interpela directamente a padres, docentes y adultos responsables, recordando el poder que tienen las palabras, las miradas y las expectativas. No acusa, pero sí cuestiona. No moraliza, pero obliga a pensar. Leer a Sergio León es asumir que muchas heridas no nacen de la mala intención, sino de la ignorancia y la falta de escucha.
Su literatura se sitúa en un punto fronterizo entre el testimonio, la reflexión y la narrativa emocional. No busca etiquetas ni géneros cerrados, del mismo modo que su autor aprendió, con el tiempo, a no aceptarlas. Su obra es, en esencia, un acto de reparación: para el niño que fue, para el adulto que es y para todos aquellos lectores que, al pasar sus páginas, se reconocen por primera vez sin vergüenza.
Sergio León no escribe para señalar, escribe para comprender. Y en ese gesto reside la verdadera fuerza de su obra.

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